“Quiebren la silueta del ciego que vigila este triste portal de ciruela,
que mi espectro se ha dormido”
Yo vivía en Rumania con un espectro que dominaba mis falanges y crecía en mi mandíbula como un gran loco. Mi universo era un falso túnel de magnolias donde él había cambiado el Norte por las nueces sin que yo lo notara.
Todo estaba detrás de mí: gitanos, monarquías, mimbres y escarlatas. Y mi espectro lo sabía.
Vivía fascinada por las llagas entre el contorno y la substancia de la desesperación.
Imitando la cadencia retraída del chacal aparecía colgada de un fagot y tropezaba con un satélite ebrio. En mi recorrido comenzaba a rezar junto a mis monstruos de arquitectura para ver si así conseguía atraer su atención, aunque muchas veces no lo lograra.
Para sorprenderlo lo llamaba “Héroe de misal oscuro” o “Capitán de límites hebreos” porque sabía que mis palabras eran un himno para él y me agradaba complacerlo.
Sin embargo yo poseía dones francamente macabros que mi espectro admiraba:
Mi canción era el sonido siniestro de la peste, puesto que provenía de una casa en ruinas con un sótano repleto de ácido. Por eso, frente a él, procuraba no transmitir exagerada modestia ni más jactancia que la necesaria para no ponerlo en una situación incómoda.
Cuando encontraba la oportunidad de escaparme, el muy astuto presentía mi plan y me
envolvía en una alfombra secreta obligándome a deponer mi actitud y retomar la escritura. Y si
dudaba de mi arrepentimiento, me encolumnaba junto a una serpiente francesa hasta no estar
suficientemente convencido.
Llegó un día en que mi ahogo era tal que decidí soltarme el cabello, y subir a una torre sin darle explicación alguna. Cuando me vio, sin tiempo para reaccionar, se dio cuenta de su fracaso y se desplomó temblando igual que un antiguo pájaro de cobre. Nunca más supe de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario